La dama de negro
La dama de negro
Nunca tiene prisa. Le gusta disfrutar de la ceremonia paso a paso, eligiendo su menú de entre las suculentas ofertas que se presentan ante ella. Mientras tanto, mira en derredor -majestuosa-, parece que dice: “Mírame, ¡qué feliz estoy!”. Sólo es un instante. Al rato regresa meticulosa y paciente a su círculo privado, ávida de alimento: una alimaña dispuesta a saborear las viandas que nutrirán su esbelto cuerpo.
La dama se anticipó en esta ocasión y, a mi llegada, ya está sentada en el mismo rincón de cada noche. Aguarda serena su cena, tan sexy y fuerte en su feminidad, increíblemente elegante dentro de ese traje que imita de modo sublime el azabache más enérgico. Pero no es tarde, aún estoy a tiempo de admirar su eterno ritual. No puedo evitar que se me corte por unos instantes la respiración. Suspiro hondo, reúno fuerzas y continúo contemplándola.
Se sonríe. Llegó el momento y, sin más preámbulos, se lanza y come, devora; mastica con furia; se relame los labios -jugoso bocado-; me enseña discreta los dientes. Lo sé. Soy consciente de que, mientras ella analiza los diferentes aromas y la embriaga el placer, su sonrisa me domina.
A su alrededor los sonidos de la ciudad se transforman en una suculenta música que todo lo envuelve. Las luces -huérfanos rastros estelares- sueñan un vuelo imaginario que aterriza sobre su cuerpo de diosa y la involucran con gracia divina en un baile de dos amándose. Y elevan su aura ingrávida, tan ligera que vuela ajena al esfuerzo de vivir, desafiando las leyes de la gravedad; suspendida en el aire y, a la vez, tratando de volver al suelo firme: una bella figura en equilibrio que araña la nada luchando en un salto que no se acaba nunca.
El resplandor resalta los movimientos sutiles de su cabeza, sus uñas afiladas marcando el terreno, sus ojos… Sí. Sus ojos felinos también bailan. Ella lo sabe. Incluso está cómoda en la sensualidad que fluye de sí misma. Y esa ausencia de miedos tan evidentes es, precisamente, lo que la hace aún más fascinante. Sin embargo, algo en ella me dice que no es tan dichosa como aparenta ser. Algo le falta. La vida parece detenerse cuando, por un instante, su mirada se extravía en algún punto lejano. Y allí la abandona, fija y perdida, privada de los momentos ínfimos que en su eternidad ausente se convierten en espacios no definidos del tiempo; de las horas, minutos y segundos que componen nuestra atareada existencia; de los días, meses y años que transcurren sin darnos pie a otra cosa que no sea vivir para morir, en la espera inconsciente de ese momento inevitable en que la dama de la muerte se acerque a buscarnos…
Un ruido -cuyo origen mi mente obsesiva prefiere ignorar- me devuelve a la flamante visión de la fémina en cuestión, la dama de negro, mi dama, aquella que absorbe mi atención… ¡Ufffff! Mírala, impasible, la prodigiosa fiera que ilumina mis noches no es la luna, no son las estrellas, sino ella, la doncella que ya finalizó su manjar. Desde mi humilde observatorio atisbo su aseo particular, se lava, se peina; recta y vertical manifiesta con brío su poder sobre mí; de un brinco se gira y, siseando, se adentra con movimiento sibilino en el callejón. Se va. La pierdo de vista. Se fue.
Regresando a mi mundo me incorporo y decido, por fin, la cena. Mientras la espero termino un par de garabatos y cierro la libreta que me acompaña allá donde voy. Todo en orden, los cubiertos limpios, la copa transparente, servilletas de lino, el vino de la casa -eso sí, recién abierta la botella-, la sopa se acerca, fragante y calentita, la carne a la plancha -sin especias ni aderezos-, arroz con leche casero; todo perfecto. A lavarse las manos, sin duda. Un par de veces, por si acaso. Hora de acostarse, hoy no leeré, estoy tan cansado… Fin de la jornada. Son las 23:13, no, aún no entonces. Esperaré un minuto o me atrapará una pesadilla y no volveré a despertar.
¿Qué es lo que escucho? Ah, es mamá. No, ella no habla sola. Ése soy yo. Seguro que la llamó la tía por teléfono, aunque hablan tan alto que casi no necesitan el aparato. Bueno, me dormiré al arrullo de su voz: “Este hijo mío… Menos mal que lo comió todo. Al menos eso está bien. El resto qué sé yo, ¿esta terapia tan cara ya dará resultados? Dicen que es muy efectiva, sí, pero también un proceso lento y una prueba de paciencia para los
familiares. Paciencia… ¿ya me quedará algo? No debo perder la esperanza, es el pequeño, los demás ya tienen su vida solucionada, no puedo dejarle solo en la lucha, no debo. Pero a veces, me desespero: tantas manías juntas en la misma persona. Al menos desde que toma la medicación no es violento y podemos hablar. Sí, creo que sí está avanzando. Tampoco me cuesta tanto seguir sus juegos, incluso creo que me divierto. Sí, así es, hoy fue la cena en el restaurante, ayer fuimos la cine, mañana ¡quién sabe! Ajé, aunque… ¿te digo algo? No sé, hay una escena que se repite todas las noches, te explico, se abstrae bastante tiempo asomado a la ventana. Sí, no sé qué mira. Pero ahí permanece, observado por los gatos del patio trasero, y él perdido en la nada. Y ese cuadernito lleno de dibujos y notas. No lo suelta ni para dormir. A saber… No, no me lo cuenta, pero tampoco yo lo pregunté. Es que no quiero presionarle. Tiempo al tiempo. Bueno, querida, te dejo. Vale, mañana te llamo
y te comento. Un beso”.
Yo estoy soñando, lo sé, ya no es la voz de mi madre la que oigo. Es ella, mi doncella amada, su maullido la precede y en un soplo estará a mi lado, para dejarse acariciar. En mi vida real sería incapaz de tocarla, no
puedo evitarlo, los gérmenes me aterran. Pero aquí no ocurre así, en el mundo onírico ella es mi gata adorada y yo su amante fiel.
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